Lobos y corderos (IV)

     Capítulo IV: Crisis emocional, amenaza de destrucción

    

    El tiempo avanza como un relámpago y lo siguiente que sé es que estoy a las afueras de la escuela, esperando a mi padre. Los grandulones están a mi acecho, pero no se acercan. El profesor Eloy está mi lado, explicándome que tuvo que quedarse conmigo porque los otros seguramente me harían papilla. También me dice que la clase guardará silencio sobre la pelea, si el director y subdirector se dan cuenta podrían despedirlo. El profe me dice -casi con una sonrisa orgullosa- que me volví loco. <<¡Tú! Un muchacho con buenas notas y buen comportamiento que viene a menos.>>

    Confiesa que a todos los profesores les sorprende mi cambio, aunque no es inusual que esto ocurra. Como maestros de secundaria son testigos de los cambios tan abruptos. Buenas personas que se marchitan, pésimos alumnos que entienden que la oportunidad de estudiar es única y la aprovechan. <<Hay de todo>> es lo último que me dice.

    El día parece mejorar cuando veo a mi papá. El profe lo saluda y, para evitar que los lobos me sigan, se va con ellos con el pretexto de investigar si Ángel está bien, aunque no le importe una mierda.

    Al día siguiente, viernes, no asisto a clases. Tengo miedo, tanto que he estado vomitando en el baño desde el día anterior. Mamá me reprochó por meterme en otra pelea, me castigó. Mi padre dice que debe hacer algo más drástico para que todo termine. Me pregunta si quiero que hable con el director, respondo que no. Estoy asustadísimo. Mi padre asiente con lentitud y sale de la habitación. Estoy solo.

    Solo en la oscuridad, en medio del miedo, del dolor y de la ira. Asustado por lo que puedo hacer. Recuerdo la sangre recorriendo mis manos y me estremezco. Soy un monstruo, el monstruo que ellos crearon.

    Me paso el fin de semana en mi habitación, saliendo solo para comer e ir baño. Estoy castigado y eso es una maravilla. El problema es que el lunes se acerca y sé que entre más espere peor será su venganza... El lunes convenzo a mamá de que estoy enfermo, pero la mentira no aguanta otro día. El martes regreso a clases.

     Me sorprendo al ver que no soy notado por los matones. Su indiferencia es satisfactoria, pero se ve un poco eclipsada por los ligeros reclamos de los profesores. No hice la tarea. Durante el receso me preparo para la paliza que sé que me espera. Trato de quedarme lo más cerca posible de la dirección. Que se atrevan a buscarme enfrente del director, a ver si tienen huevos. Sin embargo, no llega ni siquiera un empujón. ¿Habrá funcionado la golpiza a Ángel? ¿Al fin me dejarán en paz? Si es así, y si tengo suerte, quizá pueda volver a hablar con Silvia.

    La suerte acaba al final de clases, cuando mi padre está por recogerme veo a los grandulones observándome. La poca tranquilidad que tuve en el día se esfuma cuando noto que Pato anota algo en su cuaderno, me recorre un escalofrío al pensar que guardaron las placas del coche de mi padre...

    Por la mañana las llantas del carro amanecen ponchadas. Tengo que ir a la escuela por otro medio. Subo al bus. Si me voy caminando habrá menos testigos... Durante el trayecto sobrepienso todo lo que me pueden hacer. Me tiemblan las piernas. Me bajo del bus, casi me orino cuando ELLOS me esperan en las puertas de la escuela. Sonríen con esos dientes macabros. Me dan más miedo porque no se mueven, estoy impuesto a que se abalancen sobre mí y ahora apenas parpadean. Se hace tarde y debo entrar. Ellos no le prestan atención a nadie más que a mí. Al pasar entre ellos me susurran con voz fría y cruel:

 —Estás muerto, cabrón.

    Lo primero que pienso es que no voy a esperar hasta el jueves para que me masacren en fruticultura. Voy a la dirección y pido cambiarme de optativa. Después de unas preguntas -pues la orientadora está más o menos al tanto de lo conflictivo que es el salón y lo "peleonero" que salí- me cambian a estructuras metálicas, por suerte hay cupo; además es el último parcial. Los temas académicos pasan a último plano. Todos están emocionados por la graduación, los ensayos del vals, las fotografías, el baile y todo eso. Espero que ellos se enfoquen en otra cosa.

    Pero no. Me vuelvo más paranoico. En cada paso que doy volteo la cabeza en todas direcciones para ver si me topo a los lobos. Sé que nunca amenazan en vano.

    Un mes antes de terminar la secundaria llegó la venganza. Los muy cabrones dejaron que me relajara con las sospechas y cuando había bajado la guardia, atacan. Fue durante el receso, casi al terminar. Tuve que ir al baño. Al entrar vi a Ángel junto a los orinales. Pato estaba en la otra esquina. Efrén entró detrás mío y cerró la puerta.

    —Mira quién llegó —dijo Ángel con una voz macabra que me heló la sangre.

    Me quedo callado, doy media vuelta para salir. Efrén me devuelve con un buen empujón al centro del baño. Alguien toca la puerta, Efrén les dice que está ocupado.

  —Hazlo ya —consigo decir. La voz se me escucha cortada, temerosa. Afronto mi destino. Si me van a golpear que sea rápido para poder limpiarme antes de entrar a clases.

    —Sí —concuerda Pato—, no tardan en venir a investigar por qué está cerrado el baño.

    Espero que me peguen entre los tres. Para mi suerte no está el otro, no recuerdo el nombre, pero son un par de puños menos. Efrén me empuja tan fuerte que me doy de bruces con la pared, en medio de Ángel y Pato. Por poco me pego en el filo de uno de los urinales. Ángel aprovecha para tomarme del cabello, intento zafarme, pero Efrén y Pato me mantiene agachado. Comienzo a oler los orines. Sé lo que harán y cierro los ojos un segundo antes de que Ángel restriegue mi rostro contra la sucia superficie húmeda y helada. 

    Me dan arcadas. Me vuelvo loco, intentando quitarme de allí. Esto es demasiado. "Péguenme y váyanse, cabrones" suplico en mi mente. Nadie me escucha. Es mejor porque sé que a ellos les gusta que les rueguen misericordia y piedad. No les daré el gusto, al menos eso no me los pueden quitar. Me concentro en mis pensamientos de ignorar los golpes y el asqueroso aroma a orina... Efrén me ordena quedarme quieto, pero le ignoro, entonces un tremendo dolor punzante se esparce por mi espalda baja. Me presionaron con un bastón o un bate, no lo sé. El dolor me hace rendir mis defensas y abro la boca. Me obligan a probar el mingitorio... Casi vomito.

    Ángel levanta mi cabeza, estoy seguro que se llevará algunos de mis cabellos entre sus dedos. Antes de que pueda abrir los ojos siento que mi mejilla izquierda arde demasiado. Una cortada... Al fin logro abrir los ojos solo para reconocer un puño que se dirige a mi nariz. El mundo deja de existir, veo miles de pequeñas estrellas.

    Dolor.

    En algún lado alguien se está riendo. El calor focalizado en distintas partes de mi cuerpo me indica en donde estoy siendo golpeado. Siento que la cabeza me palpita. Caos, dolor, es un infierno. Ángel le grita a Efrén que no me clave la navaja, que se detenga. Que todo ha llegado demasiado lejos.

    "Mátame, acaba con esto de una vez. ¿No tienes huevos para matarme? ¿No es eso lo que quieres?" Ruego mi muerte, los muertos no sienten, a los muertos no les duele...

    Ellos tienen una pequeña discusión y lo último que siento es mi rostro impactándose con el frío mingitorio. Casi me desmayo. Entonces siento lo peor: un tibio chorro recorre mi cabello y baja por mi rostro, por suerte tengo los ojos cerrados. Así no puedo ver quién me acaba de orinar... 

    La neblina aparece poco a poco y el dolor sigue siendo fuerte, pero parece que disminuye.

    Después de un momento, un chico de primero me ayuda a levantarme. El "niño" quiere ir a avisar al director, pero le suplico que no lo haga. En un acto de nobleza humana, algo que parece no existir, el chico me ayuda a limpiarme y a arreglarme un poco mientras me pregunta una y otra vez si estoy bien. Me aseo lo mejor que puedo y le pido un favor al chico. Justo antes de que suene la campana para entrar a clases, mi "ayudador" llega con mi mochila.

    Me voy de la secundaria. A duras penas y con gran esfuerzo salto uno de los muros de la escuela. Sé que la prefecta me vio porque me llamaba a gritos, pero no importa, quiero huir para sufrir lejos de allí. No quiero que Silvia me vea así. No quiero que los matones se sacien con mi imagen de tipo humillado.

    Voy a un parque y aprovecho que están regando los árboles para limpiarme la orina del cuerpo, mejor llegar húmedo y no sucio. Al llegar a mi casa mis padres me castigan. Les miento al decirles que me fui de pinta y me caí en un arroyo. Después del regaño, al menos me agradecen que les haya dicho la verdad... Si supieran...

    Los días pasan y las agresiones de ellos regresan. Vuelvo a ser -a ojos de Silvia y los profesores- un muchacho violento y grosero que se junta con los tipos malos pues me encierran en su bolita. A la distancia dan la apariencia de que todos andamos por el mismo camino de drogas y crímenes menores. ¿¡Por qué no se dan cuenta de que soy una víctima!? ¿Acaso son tan ciegos? Es más fácil ignorar y desviar la mirada. <<Así son los chicos>> dicen.

    Los lobos no se sacian en su hambre de violencia para conmigo. Me tienen una sorpresa: se han cambiado a estructuras metálicas. Allí hay mucha maquinaria y herramientas con las que me pueden lastimar. Pero si ellos pueden, yo también. Estoy cansado de ellos, de lo que me hacen, de lo que han hecho de mí... Comienzo a limar soleras y sacarles punta a los destornilladores, solo para protegerme en caso de que a los jodidos locos se les ocurra "jugar" conmigo.

    Ellos no son tan estúpidos como parecen, no se me acercan, pero se burlan y traman planes en voz alta para que los escuche. << ¿Qué te parece la putita de Silvia? No está nada mal Quizá le metan un susto cuando camine por la noche. ¿Sabes qué, Pato? A lo mejor la violan, estos días son muy peligrosos y, nunca se sabe, ella camina sola por lugares oscuros...>>

    Siento pavor. Que se metan conmigo es una cosa, pero que inocentes paguen por eso, ya es otra cosa. ¿Pero acaso no ocurrió lo mismo con Sharon, con aquellos pobres niños que fueron quemados en la mejilla con el cigarro de Efrén, con el profe Álvaro? ¿Con mi padre? Incluso al profesor Eloy le habían rayado el auto con unas llaves.

    La vida sería mejor si esos delincuentes de mierda no existieran...


    Han terminado las clases como tal y solo tenemos que ir a cumplir con el calendario escolar, eso es malo. Los gorilas tienen mucho más tiempo libre para molestar a cualquiera que tenga la mala suerte de encontrarse con ellos por eso me la paso en el salón de estructuras metálicas, allí también está el profesor Cobos, quien da la clase.

    Aprendo a soldar tan bien que el profesor me presta una revista con diseños para que los fabrique. Cosas pequeñas como maceteros, colgadores de toalla y otros objetos decorativos por el estilo. El profesor Cobos me anima diciéndome que quizá pueda continuar alguna carrera allí. Sonrío, quizá haya encontrado algo que no me vuelva tan miserable y que a la vez sea rentable. Ya no miro los programas que me gustaban y los videojuegos esperan en el último punto guardado desde hace seis meses.

    Los lobos van al taller muy de vez en cuando, sobre todo cuando el profesor Cobos sale a la tienda por una soda y algunos cacahuates. Al profe no le molesta que vayan, solo les advierte que no es su patio de juegos y deben tener cuidado. El taller está lleno de máquinas peligrosas, objetos punzocortantes y una terminal de electricidad que -aunque está bajo llave- alimenta a todo el equipo (máquinas de soldar, esmeriles, pulidoras, etcétera). Además, como buen profesor que no piensa, me pone de ejemplo: <<Él se toma las cosas en serio, es responsable, quizá puedan aprender algo de él>> les dice en un patético intento de que se inspiren en mí. Error garrafal. El efecto siempre es el contrario y con ese tipo de comentarios lo único que hacen es aumentar los rencores, resentimientos y problemas entre los alumnos.

    Estoy en el taller mientras los demás pasan el tiempo con sus amigos, mirando detalles de la graduación, haciéndose mimos con sus parejas, viviendo la vida. Sé que Silvia está de novia con algún imbécil y Sharon parece que va a estudiar algo relacionado a la mercadotecnia, lo que siempre quiso.

    No he tenido tiempo de pensar en mi futuro pues mi mente y todas sus emociones están concentradas en el presente. Este presente que duele, que arde, que quiere que todo acabe.

    En este presente en el que los matones llegan a golpearme y humillarme. He perdido el acto reflejo de defenderme y solo lo hago cuando algo dentro de mi mente se desata, una especie de pastilla que se bota y deja salir al monstruo idiota que no se fija en las consecuencias. Como cuando estuve a punto de dejar caer una piedra en la cabeza de Ángel. Cuando llego a ese punto la visión se enrojece y el corazón bombea adrenalina y miedo, y sobre todo, odio. Un dulce deseo de venganza que pide ser saciado.

    Tengo miedo y las opciones se me acaban, y cuando alguien está en esa situación hace las cosas más desesperadas. Acciones que nunca haría en su sano juicio, pero ese es el meollo, ya he perdido el juicio. Me lo quitaron. Todo por tener la mala suerte de estar en el mismo salón que ellos...

    Los lobos se acercan. Entre risas mencionan que Cobos se entretuvo con la señora de la tiendita. Toco el destornillador al que le saqué punta, está en mi bolsillo izquierdo. A la mierda, al que trate de ponerme la mano encima se lo llevará clavado.

    La bomba está a punto de explotar y pobre de quien esté en su radio destructivo. Destruir a los bastardos.

    Entran al taller, cierran a medias la puerta. Ángel se queda vigilando. Los más sádicos y deschavetados vienen por mí. Me preparo para clavar el desarmador. Efrén agarra una varilla y la sacude de un lado para otro. Le habla al metal como si fuera una chica, una chica sedienta de mi sangre.

    Efrén hace el primer movimiento, la varilla cae en la mesa de trabajo a unos pocos centímetros de mi mano. Una advertencia. En ese momento mi visión se torna roja, no sé como, pero toma la varilla antes de que Efrén la mueva. Me abalanzo sobre él. Sé que tengo una mirada asesina, la rabia se me escurre por las comisuras de los labios.

    Efrén se queda petrificado. Pato también. Clavo en el desarmador en el muslo derecho de Efrén. Alrededor del metal, en el pantalón, se comienza a manchar de un líquido viscoso.

    —Hijo de puta —gruñe con odio.

    Patio reacciona y me empuja. Caigo en el mueble donde se guardan las caretas y guantes para soldar. Efrén se saca el desarmador, al parecer no fue tan grave como parece. Intento levantarme, pero siento un dolor agudo en mis partes nobles.

    Efrén aterrizó su zapato en mi entrepierna, retuerce y aumenta la presión durante miles de años, o eso me lo parece; hasta que se cansa y afloja un poco. Pato suelta una risotada mientras me retuerzo del dolor. Intento gritar, pero me dan un par de cachetadas. Fiel a mi costumbre cierro los ojos. Si no veo el panorama no tendré miedo. Escucho como encienden el esmeril de al lado. Pato me levanta y Efrén dice algo respecto a su nariz. Ángel les grita que no se pasen de estúpidos, pero nada los detiene. Soy levantado como si no pesara nada, me toman de detrás de la nuca. Al acercarme a la piedra esmeriladora, siento el sabor metálico en el aire. Mi garganta percibe un frío metal afilado, seguramente es una navaja. El dolor de los testículos me sube hasta el vientre, como si tuviera una serpiente hirviendo y retorciéndose en mis entrañas.

    Ángel grita que Cobos viene ya. Huyen por la ventana de atrás del taller no sin antes empujarme y dejarme tirado en el suelo. Parece una eternidad lo que tardo en recuperarme. 

    Cobos entra y pregunta cómo va todo. Con lágrimas en los ojos le digo que me flameé. Salgo cojeando y rehuyendo de la mirada recelosa de Cobos quien no se explica cómo me ha ocurrido un error de novato a mí, su alumno más prometedor...

    Los días siguientes aumenta mi paranoia y, por seguridad, me la paso cerca de la dirección. Evito ir al baño, allí es donde me espera. A veces siento que se me va a reventar la vejiga. Una vez me orino encima y tengo que irme antes de salir de clases. Corro para que los lobos no me alcancen.

    Ahora enfrento las burlas de los demás. Se enteraron (obviamente) del accidente en mis pantalones. Pido permiso para dejar de ir a clases, faltan diez días para salir y todos ya han entregado calificaciones, no perderé gran cosa. Por alguna razón de adultos que no entiendo me niegan la petición. La razón es que va a haber una especie de quermés el último día a modo de despedida. En caso de que no vaya, me retendrán los papeles de certificado.

    Seis días para salir.

    Los lobos me persiguen sin decir nada. Me agarran entre Pato y Efrén, Ángel me clava la punta del cigarrillo en la mejilla derecha. Arde. Es un jodido infierno concentrado en el rostro. ¿Por qué cada nuevo dolor es peor que el anterior? 

    Una vez más, tengo que irme de la escuela. Mis padres preguntan qué ha ocurrido, primero calmados y después de forma mucho más agresiva. Temen que me haya unido a alguna pandilla o una cosa de esas. En las reuniones de entrega de calificaciones le han preguntado a los prefectos sobre mi comportamiento, les dijeron que me la paso vagando por la escuela, me meto en problemas y que socializo mucho con otros alumnos problemáticos. Me advierten que tenga cuidado si no quiero terminar en prisión, incluso amenazan con meterme en alguna militarizada... El silencio es toda mi respuesta y eso parece cabrearlo más. Parece que todos esperan que explote, y por Dios que no quiero hacerlo. Porque no sé cómo hacerlo. No quiero hacer daño, no tengo las fuerzas para ser violento... Me voy a dormir castigado, como es usual.

    Cuatro días para que termine el curso.

    Cada vez estoy más ojeroso, delgado y demacrado. Apenas duermo, tampoco como por estar pensando en lo jodido que estoy; en el miedo, la ira... Es un círculo vicioso.

    ¿Por qué no me dejan en paz? ¡Por favor, que esto termine!


-J. A. Valenzuela

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