Lobos y corderos (III)

 Capítulo III: Violencia y represalias


    El tercer año llega con la noticia de que Sharon se cambió de salón. Tuvo suerte, durante todo el verano le supliqué a mis padres que me cambiaran de escuela.

    El primer día mis miedos se hacen realidad al ver a los lobos en la entrada de la escuela. Me miran con más odio que nunca. Trato de huir, pero resulta inútil. En ese primer receso me persiguen hasta el baño. Encerrados, me dicen que saben fui yo quien se chivó con la policía. ¡Están equivocados! ¿Cómo decirles que no tuve nada qué ver? Tengo tanto miedo que se me cierra la garganta.

    Me empujan contra la pared, a los mingitorios. Quieren que confiese algo que no hice. Intento explicarles, pero no escuchan. A pesar de que ya soy más alto que ellos, no me dan oportunidad de defenderme. Me golpean en las costillas, la espalda me arde y el rostro me palpita. Cuando se cansan de golpearme me advierten que mi novia, Silvia, será la próxima.

    Terror.

    Los lobos salen entre risas mientras yo me quiebro un poco más.

   Tengo que protegerla, pero no se me ocurre otra forma de hacerlo. Tengo que romper con ella. No quiero ser quien termine la relación así que decido (cobardemente para ser sinceros) comportarme de tal manera que a ella le desagrade. Me vuelvo posesivo y muy celoso. Apenas me intereso por su bienestar y con cada acción hostil veo su carita decepcionada, dolida. Me odia, pero no hay otra forma. La alejo porque la quiero.

    Así tiene que ser, los lobos me la tienen juramentada. De vez en cuando tengo roces con ellos. Leves empujones que se convierten en conatos de peleas. A ojos de Silvia me vuelvo agresivo, no sabe que la estoy cuidando (o al menos eso intento). Pero los días pasan y las ofensas para con ella no terminan. Debo ser más determinante. Me duele lastimarla, pero así es mejor. Incremento mis hostilidades con ella. Pronto llega el final.

    <<Tengo que hablar contigo>> comienza el sermón que clava el último clavo de mi ataúd. Alejados de miradas indiscretas y oídos inoportunos, Silvia termina conmigo. 

    Algo muy dentro se quiebra. Algo, que no sabía que puedo sentir, me aqueja. Aparece y padezco ese dolor, anestesia de muerte y, sin embargo, no será la peor aflicción que tenga. Lo más bonito, sagrado y valorable (lo único rescatable de esta vida de mierda) que he tenido, termina. Me quedo allí, observándola en silencio cómo se rompe mi corazón, cómo se me va vaciando el pecho.

    La separación es dura.

    Silvia se sigue sentando frente a mí así que tengo que verla, olerla y sentirla en la cercanía. Si continúo de esa manera la herida jamás cerrará. Duele. Arde. Lastima.

    Al menos no he sido yo quien lo termina (nunca tendré el valor suficiente como para terminar con los ciclos). Así arreglo mis cosas, forzando a que actúen como quiero ¿por qué no puedo influir así con el grupillo de los lobos? Putos matones.

    Cada vez pierdo interés en los temas que me gustaban. ¿No se supone que la vida se trata de sumar? Buenos momentos, buenos recuerdos, amigos, amores... Mi existencia está destinada a la sustracción.

    Me entero de que han golpeado a un novato que creyó que tenía alguna oportunidad de hacerles frente. El pobre idiota ahora anda por allí con un ojo hinchado y amoratado, apenas puede caminar. Y al verlo me veo en un espejo, una reflexión futura. Intuyo que pronto terminaré así de jodido.

    Es el último año de secundaria y tenemos que tomar una clase optativa. Las chicas eligen entre mecanografía o corte y confección, y nosotros entre estructuras metálicas o fruticultura y ganadería. Decido por lo último, he visto que los gorilas de mierda rondan el taller de estructuras. A lo mejor me puedo librar un poco (solo un poco sirve) de ellos. Estoy equivocado. Los lobos me persiguen y toman la misma clase. Maldita sea mi mala suerte. Sé que quieren venganza, una vendetta que no merezco ¡Cómo si hubiera merecido algo de lo que me han hecho!

    Los lunes por la tarde tenemos una clase de Fruticultura a última hora y una doble cada jueves. En los jueves nos llevan a una huerta para que practiquemos técnicas de poda, conozcamos las plagas y lacemos ganado (novillos y terneras). Odio los jueves, significa estar junto a ellos. ¿Por qué no puedo deshacerme de este calvario?

    Para ir a la huerta el profesor nos lleva en una camioneta de la escuela. Salimos de la pequeña ciudad manzanera. la clase optativa junta a varios chicos de otros salones; se hace el desorden y los lobos comienzan su cacería. Un ataque más incisivo. Durante las clases de una hora nos cambiamos de salón, los lobos aprovechan para molestarme todo lo que se han reprimido en este tiempo de tensa calma. Recibo zapes, coscorrones y pellizcos, zancadillas y empujones. Al principio no me dejo, al contrario, respondo con la misma intensidad, pero al hacer los otros se me echan encima. Si permito que uno solo me moleste allí quedará el asunto, en cambio, si respondo recibo los golpes de todos los matones a la vez.

    Las matemáticas no fallan, comienzo a tolerar las humillaciones. Pido cambio de optativa, pero estructuras metálicas está lleno y las otras clases son para mujeres. Si así me maltratan, ya me imagino lo que me harán si entro a clase de chicas.

    Odio los lunes, cada lunes a la última hora me esperan con una risa macabra. En el salón no tengo con quien hablar y me sigue doliendo que ver a Silvia tan lejana y a la vez tan cerca. Mi odio y resentimiento crecen. Por su culpa he perdido dos años de lo que dicen es la mejor etapa de la vida. Perdí a Sharon -quien evita mirarme cuando nos topamos en los pasillos- y perdí a Silvia, ella sí me evita a toda costa. Parezco un muerto que todos ignoran, solo los lobos carroñeros se divierten con este cuerpo inútil.

    Y así me siento, un muerto que deambula entre clases y existo entre cada golpe que me duele lo suficiente como para sacarme de esta actitud de zombi. Soy una hoja a la deriva, y me dejo llevar a donde el viento de los lobos me lleve. Me conducen a ese abismo que apareció cuando entré a la secundaria.

    Los estudios, que nunca antes se me complicaron, ahora parecen difusos. Las notas comienzas a caer. Mis padres me recriminan. De tener ochos y nueves, ahora los sietes y seises aparecen en mi boleta. Silvia, Lupita y los demás notan como salgo del cuadro de honor del salón y me voy directo al grupo de reprobados. Para mitad del curso Silvia me evita por completo, los lobos la molestan y tengo que aparecer para distraerlos. Al ponerme altanero con ellos, la dejan en paz, que el odio y las "bromas" se vengan conmigo. Pero eso no lo sabe nadie, solo yo y los malditos locos. Así que cada día aparezco con nuevos moratones y rasguños, me nacen ojeras.

    Cansancio físico y mental.

  Me vuelvo silencioso con los profesores, y cuando me animo a contestar, soy grosero y les respondo de mala manera. Actitud que me hace merecedor de castigos, reportes y tareas extra. Mis padres, preocupados y desesperados, temen que me esté drogando. Me esculcan mis escasas posesiones y me peleo con mamá cuando la descubro husmeando en los cajones donde guardo mi ropa interior. Cuando llega mi padre, me castiga. Estoy tan cabreado que tengo que salir de casa para despejarme. 

    Es una tarde lluviosa y la humedad y frío parecen distraerme. Avanzo en la acera y me quedo mirando al interior de los negocios a través de los ventanales. En el reflejo me noto disminuido.

    Apenas me reconozco. Estoy un poco más delgado, ojeroso y mi rostro comienza a tener cicatrices muy marcadas. Mi nariz está hinchada. Ayer tuve una pequeña hemorragia en clases resultado de una pelea con uno de segundo. Un tipo que tenía la boca como pescado resulta que es conocido de los matones y quería tomarla contra mí. No iba a permitirlo. Como sea, el muy imbécil se envalentonó y me empujó. Respondí igual y cuando iba ganando al bocapescado apareció uno de los lobos (Pato o Efrén, no supe quién) y me dio un golpe en la nariz.

    Dejó de sangrarme justo antes de entrar al receso, pero a media clase estornudé y la sangre volvió a salir. Tuve que salir al baño bajo la mirada burlona de los lobos y los decepcionados ojos de Silvia. Seguramente pensó, al igual que mis padres, que le estoy dando a la cocaína y que por eso me sangran las fosas nasales.

    Un movimiento me sacó de mis cavilaciones, reconocí a mi padre acercándose por detrás.

    Contrario a lo que pensaba, mi padre no me regañó ni me miró de la manera enojada que suele verme mamá. En cambio, me dijo que subiera al auto. Platicamos. Me preguntó qué era lo que ocurría y compartió algunas de sus vivencias de joven, hablamos de lo duro que es crecer y que allí estaban sus oídos para escucharme. Estuve tentado a decirle que no solo me molestan, sino que también me golpean. Que también he hecho algunas cosas muy crueles y que tengo miedo, mucho miedo de lo que me puedan hacer. Pero tengo más miedo de lo que yo pueda hacer, sé que cada vez estoy más enojado, llegando al límite. Que de un momento al otro explotaré, y el momento se acerca. Que quiero que me cambien de escuela porque no creo aguantar los tres meses que quedan del curso. Que mi cuerpo está cansado y adolorido, que ya no hay espacio en mi piel para nuevos moretones...

    Quise decirle tantas cosas, pero no pude. Por alguna razón guardé silencio. Sé que decepcionaría a mi padre por no saber manejar mis problemas. Siempre me ha dicho que tengo que enfrentar mis asuntos como un hombre, si le digo todo esto lo decepcionaré. Y es lo último que quiero. Con mamá es distinto, las mujeres no entenderían eso de ganarse su lugar, pero los hombres sabemos de qué se trata...

    Regresamos a la casa. Con una palmada en el hombro mi padre me transmite una sensación de poderío, de que podría enfrentarme a cualquier cosa.

    Al día siguiente, jueves, me tocará clase doble de fruticultura. Todo el valor se me escurre conforme avanzan las horas al estar consciente de la tortura que me espera. Quiero defenderme y acabar con todo de una vez.

    A lo largo del día las bolitas de papel, pedazos de goma para borrar, bromas crueles y empujones me golpean una y otra vez. Devolví algunas cosas que me lanzaron y los profesores, como siempre, parecen fijarse solo en mí. Será porque tienen miedo de terminar igual que Álvaro, el profesor más estricto. 

    Al profe le pincharon las llantas del carro y aunque tuvo sospechosos (y los señaló como culpables) no encontraron pruebas. Los matones tomaron represalias, días después fueron a su casa y quebraron ventanas, dejaron amenazas de muerte rayadas en la pared. El asunto terminó en una denuncia que se archivó en la gaveta de algún administrativo, aunque todos supimos quiénes fueron los responsables.

    Por eso los lobos se creen imparables, intocables, casi dioses.

    Como sea, llegaron las últimas dos clases del día, las de fruti. De reojo veo como Silvia se va con algún imbécil. Me molesta sobremanera, la sangre me hierve y la visión se torna rojiza. Siento que mis pulmones están por reventar. Sin embargo, los lobos han dejado en paz a Silvia, trato de ver la hazaña como un sacrificio. La realidad es que estoy solo, aguantando (solo Dios sabe hasta cuándo) mientras la chica se rodea con otro tipo de lobos, de esos que están desesperados por comerse a la caperucita.

    Durante el trayecto al salón en donde nos reunimos para la clase de fruti, los lobos se dan cuenta de que estoy solo. No tienen nada mejor que hacer que meterse conmigo, pero antes de hacer nada, el profesor llega en la camioneta de la escuela y nos pide que subamos a ella.

    Me siento lo más cerca posible del profesor Eloy, es un buen profe al que no le interesan mucho las normas, de hecho, muchas veces ha pausado la clase para que los alumnos resuelvan sus problemas. El profe Eloy, en vez de ponerles reportes o quitarles puntos, los pone a que platiquen el problema y si es necesario, que lo resuelvan a golpes en una pelea limpia. Ningún otro objeto que no sean los puños y sin que nadie se meta a ayudarlos. Suele decir que una vez los hombres se pelean allí termina la cosa. Conmigo está equivocado ¿Cuántas veces me he peleado y continúan ensañándose?

    Durante el trayecto los tipos aprovechan para golpear mi espalda, cerca de los riñones, cuando volteo para averiguar quien fue y devolver el golpe, todos se me quedan viendo haciéndome imposible acusar a uno solo. Me retan... A mitad del camino, cuando hemos salido de la carretera principal, me dan uno tan doloroso en los riñones que se me salen las lágrimas, el profe lo nota y pregunta qué ocurre. Frena la camioneta e investiga, los lobos dicen que es un juego. <<Bueno, si es un juego, pégales tú también>> me ordena y yo, limpiándome las lágrimas, niego la oferta. El profe Eloy me repite la orden con más énfasis.

    Cabreado por lo de Silvia, dolido por los golpes y un poco envalentonado por la temporal protección del profe, decido golpear a Ángel, el más chaparro. Le doy un débil puñetazo en el brazo y Ángel reclama que no fue él, se me echa encima. El profe pega un grito y dice que todo terminó. Que pronto llegaremos al rancho y no quiere escuchar nada más.

    Temo por mi seguridad.

    Algo dentro de mi mente lucha por no tener miedo. Algo se enciende y durante una fracción de segundo creo ser capaz de enfrentarlo. Pero ese chispazo se apaga antes que de pueda verlo bien. La chispa de valentía se apagó y queda en un recuerdo lejano y gris...

    la camioneta aparca, todos bajamos. El profe Eloy da un mensaje: si alguien tiene asuntos pendientes, arréglenlo ahora, resuelvan las cosas como hombres -dice mirando fijamente al grupo de psicópatas, en especial a Ángel, Pato y Efrén-, no se escondan como mariconcitos.

    El rostro de Efrén se tiñe de rojo y se abalanza sobre mí, el profe lo detiene y le dice que el del asunto es Ángel. Efrén se queda quieto temblando de coraje mientras Ángel da un paso, con la mirada fija en mí y una sonrisa macabra.

    Se forma un círculo alrededor nuestro. Todos desean ver violencia, sangre y dolor. Al menos estamos uno contra uno. Tengo miedo, siento nauseas, dolor, ira, coraje. Todo acumulado. Nervios. Mi mente viaje rápidamente entre los cientos de opciones que tengo disponibles.

    Puedo acobardarme, tratar de explicar y pedir disculpas. Irme caminando y renunciar a todo, suplicar piedad para con los lobos. Decirle la verdad al profe y que me ayude... O puedo agarrar la cabeza de cada uno y estamparla con las piedras. Gritar.

    Tantas opciones y solo puedo quedarme de pie, inmóvil. Estoy enfermo ¡y tan joven! He enfermado, mi alma tiene un cáncer incurable y de eso no se puede escapar...

    El profe me mira y dice que no habrá pelea, que con disculparnos todo morirá, los hombres son valientes y se dicen las cosas de frente, solo los cobardes atacan por la espalda.

    Tengo una salida, pero ya es tarde. Al ver a Ángel solo sé que le ganaré. Recuerdo cuando los lobos vieron que golpeé a Julio y me respetaron por ello. ¿Será posible que si le gane me traten diferente? 

    Comienza la pelea. Soy quien da el primer paso. Levanto las manos para protegerme. Ángel me da un golpe en el antebrazo, no pega tan fuerte ¿o será que ya estoy acostumbrado al dolor? Ángel se sorprende. Aprovecho para soltar el mejor puñetazo que he dado en toda mi vida. Por alguna razón pude poner la cara del imbécil que acompañaba a Silvia en el cuerpo de Ángel. Mi contrincante cae de espaldas. Los grandulones se abalanzan, pero el profe los detiene. 

    <<Uno a uno -dice entre risas- o si son tan cabrones, pónganse conmigo>> escuchó a través de un túnel casi cerrado.

    Ángel se levanta y voltea a ver a sus amigos, por el momento están contenidos. Se abalanza sobre mí y me conecta un golpe de cada tres, no me duelen mucho. De pronto trata de tumbarme por el cuello. Me dejo caer encima de él. Solo veo la cara del imbécil que sonreía a Silvia. Lo golpeo hasta que me duelen los nudillos, me gusta ver la sangre correr y embarrarse en mis manos...

    Sangre de un imbécil de mierda. ¿En dónde está tu valor? Sin tus simiescos amigos no eres nada. Ya no eres tan bravo si estás solo, ¿verdad? El miedo pasa a último plano y una satisfacción crece de a poco, casi siento placer al verlo sangrar. Lo tomo del pelo y estampo su cabeza en el suelo. Al lado hay una piedra que se me insinúa, la tomo, levantándola por encima de mi cabeza, estoy por dejarla caer sobre la nariz del imbécil, entonces...

    Mi visión se ve movida por una ráfaga. Me mareo. Cuando enfoco la mirada estoy sentado sobre la tierra, recargado en la camioneta. El grupito de la clase está mirando al suelo, cuchicheando murmullos que no alcanzo a diferenciar. Tengo los oídos tapados. El profesor me dice algo, y, juzgando por el color rojizo de su cara, me está regañando... La cabeza me zumba, el corazón late tan fuerte que siento retumbar todo mi cuerpo, las manos me tiemblan. Me miro las palmas, están sudadas y llenas de tierra, con algunos cabellos. 

    Enfoco la vista, giro mis manos, tengo sangre en los nudillos y no sé diferenciar si es mía o de Ángel, quien sigue tirado en el suelo...


- J. A. Valenzuela

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2 comentarios:

  1. Cuanto a sufrido en silencio el protagonista de la historia, como padres deberiamos estar mas en comunicación con nuestros hijos, involucrarnos mucho más en su desarrollo emocional.😥😥

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