Capítulo V: La danza de las llamas
El día empieza mal, para variar. Cuando Silvia me ve -fijándose mucho en el círculo de mi mejilla- suelta una risita desdeñosa. Escucho que el imbécil que ahora tiene por novio le pregunta cómo es que pudo ser novia de un idiota que se orina en los pantalones, ella contesta que no supo qué me vio. A lo mejor fue lástima.
Otra gota de dolor.
Que los grandulones -esos chicos de mente turbia y retorcida- se metan conmigo es una cosa, pero que la chica que quise (y aun quiero), con la que tuve mi primer beso piense eso, que diga que me tuvo lástima y que se ría... ¡Si tan solo Silvia supiera que ella está libre por mi actuar! Si supiera que la iban a lastimar peor que a Sharon... No quiero que me vea como un héroe que hace sacrificios, pero... Eso es lo que más duele, que las personas que considero importantes me hayan dado la espalda, que me consideren un ser inferior, alguien de quien alejarse...
Sharon también me ve, se da cuenta de la catástrofe que me rodeaba. También se fue, y con razón. Supo alejarse a tiempo. De seguro también escuchó la historia -los lobos deben haberse encargada de ello-, pero no se ríe. Apenas me mira y me saca la vuelta, rehúye de mi mirada. Ella pudo hacer algo que yo no, continuar.
Mamá me castiga -castigos que no merezco, pero no tengo la voluntad de explicárselo-, esperando que la mano dura me haga reaccionar; mientras mi padre -a quien más me duele decepcionar (perdón, papá, por no saber manejar esto)- cada vez me evita un poquito más, como si se avergonzara de ser mi padre.
¿Amigos? Desde que salí de la primaria no he tenido ninguno. No hay nadie en quien apoyarme para sortear el temporal. Estoy solo, asustado, quiero que todo acabe y no tengo cabeza para pensar claro. Ni siquiera sé qué voy a estudiar en la preparatoria. El mundo se me acaba.
Avanzo hacia el taller, centrado en mis asuntos, con paso inseguro. Los golpes en mis partes nobles me han hecho tomar una inusual forma de andar. Mirada clavada al suelo. Esos imbéciles son como los perros que, si me les quedo viendo la tomarán contra mí. Espero, con todo mi corazón, que hagan algo malo y se metan con personas con las que no se juega y terminen maniatados con un tiro en la cabeza, como tantos en la región. Pero como todos mis deseos, ninguno se vuelve realidad. Quizá no tengo la fuerza mental para atraer buenas vibras.
El profesor me saluda, apenas contesto. Cobos me dice algo sobre el proyecto que estoy por terminar: un macetero en forma de triciclo fabricado en alambrón pintado de rojo, con el cuadro y negro en las llantas y manubrios. Será un buen regalo para el cumpleaños de mi mamá. Solo me falta soldar lo que será la base de la maceta, irá en donde debiera estar el asiento. Sobre el eje que una las dos llantas traseras coloqué una plataforma para otras dos pequeñas plantas.
A eso de las diez de la mañana el profesor -que ha puesto su música favorita en el taller, Mozart o Beethoven, no lo sé ni me interesa- deja de trabajar en una base rectangular de lo que será un librero. En vez de estantes de madera serán de vidrio templado, quedará muy bien con la base de negro. Cobos sale a comprar una soda y algo para comer, me ofrece algún bocado de la cafe, rechazo la oferta y agradezco a la vez.
Soy el único alumno que está en el taller pues los demás -al parecer- tienen otros sitios a los que ir. Continúo trabajando solo, acompañado por esa música de cámara que el profesor olvidó apagar. De pronto hay un silencio. Las luces se apagan también. Levanto la mirada, aterrado. Me tranquilizo un poco al notar que solo es un cambio de voltaje. Reviso la terminal y la pastilla está hacia abajo. Busco con la mirada las llaves para acceder a la terminal que está detrás de la puerta pintada de naranja, señal de precaución. No las encuentro. De seguro se las llevó Cobos, a menos que...
Busco en el segundo cajón de la derecha -el profe me dijo que allí guarda una copia, bajo unos papeles- y encuentro la copia plateada. Una vez todo vuelve a la normalidad -eléctricamente hablando- regreso a mi mesa de trabajo. No pasan ni cinco minutos hasta que escucho que se cierra la puerta del taller. De seguro Cobos regresó y al fin va a arreglar la cerradura que está jodida desde hace dos parciales. En casa de herrero cuchara de palo.
—Pensábamos que se las estabas chupando a Cobos —me grita Pato con una sonrisa macabra.
Se me hiela la sangre. Levanto la vista y veo a los de siempre: Efrén, Pato y Ángel avanzan hacia mí con pasos lentos. Estoy en la mesa del fondo del taller. Acabo de levantar un electrodo.
—¿Estás celoso? —pregunto con voz temblorosa. No sé de dónde saqué valor de contestar, es la primera vez que lo hago.
Los imbéciles se sorprenden y arquean las cejas. Efrén me reclama lo del desarmador, el que le clavé la vez pasada, se adelanta un paso más que los otros. Mi corazón está vuelto loco, los oídos se comienzan a saturar. Veo la mirada asesina de Efrén, quien ha sacado una navaja. Sé que si no hace algo terminará clavada en mí. Se acerca más a mí. Un por instinto o Dios sabe qué, le tiro con la careta para soldar. Efrén se cubre, pero al dar un paso tropieza y cae. Su cabeza da de lleno en uno de los perfiles metálicos en los que trabaja el profesor. El sonido sordo me indica que es algo serio, eso y que Efrén no se mueve. Está inconsciente.
Pato se queda petrificado, Ángel también. Pato se agacha para ver si Efrén está bien. Por un momento se olvidan de todo.
Aprovecho que Pato está arrodillado y le aviento el triciclo. Lo siguiente que ocurre es que Pato está en el suelo aullando de dolor. Resulta que, además de sentir el golpazo, le quemó el alambrón que estaba soldando. Ya no está al rojo vivo, pero continúa demasiado caliente. Consciente de que tengo pocos segundos, corro hacia Ángel. En medio de mi visión enrojecida, de esta respiración agitada y el dolor de cabeza que me aqueja cada que me encuentro poseído por la rabia, tacleo a Ángel quien se da con la pared. Subo el volumen de la música, cierro la puerta con la llave -batallo un poco para que el perno gire- y actúo por instinto sin pensar en lo que hago. Mi cuerpo se mueve por inercia.
Obedezco.
Es como si un demonio interno me manejara, me siento una marioneta y eso, por el momento, está bien. Es un placer ver a los lobos reducido a tres pobres y quejumbrosos tipos tirados en el suelo. Uno inconsciente, el otro aullando de agonía y el tercero inmóvil.
Con toda la rapidez que me permite el cuerpo amarro con cadenas a los tipos. Si siempre están juntos ¿qué más da que se mueran igual?
¿Muerte? ¿Matarlos? ¿Seré capaz?
No.
Solamente quiero lastimarlos, darles una buena lección. Y si están muertos no aprenderán. Quiero reproducir y vengar cada humillación, cada empujón, cada golpe y cada escupitajo. Incluso aquella vez que me orinaron... Los tres años que han abusado de mí, pero tengo tan poco tiempo y tres años de dolor no se pueden resumir en unos minutos. Pero lo intentaré.
Les amarro las manos y cubro sus bocas con cinta industrial. Los gritos se acallan un poco. Me está resultando extremadamente fácil controlarlos. No son tan cabrones como se creen. Y yo no soy tan débil como parecía, solo faltaba que alguien me quitara esa medida de seguridad, la que carecen los asesinos... Los justicieros.
Los empiezo a golpear con un bastón de metal que hay cerca. Bendito sea el taller que es un parque de diversiones.
Como el profe no regresa, los golpeo hasta que me canso.
Pequeñas gotas de sangre salpicadas en el suelo, el extremo del bastón de metal está manchado de un hermoso rojo. Los lobos, pequeños gusanos de mierda, están llorando, suplicando piedad entre llantos y quejidos ahogados, la voz de la desesperación. La que yo tuve muchas veces durante estos tres años. La que ellos nunca escucharon y si lo hicieron la ignoraron por placer. No les digo nada, ellos nunca me demostraron misericordia ¿por qué tengo qué hacerlo yo?
Sufran, hijos de puta...
En el fondo hay una motocicleta que el profe está arreglando, tiene una falla en el motor. Eso no importa, lo interesante es que en donde hay motos hay gasolina. Nervioso, con las manos temblorosas y la visión enrojecida, avanzo hasta el galón. Cuando regreso me doy cuenta de que Ángel se movió de lugar, solo un poco, pero lo suficiente para que me dé miedo de que escape. Agarro el bastón de metal y le pego con mucha fuerza, descargo emociones...
Por último, le pego en la oreja. Parte del cartílago se desprende. Un grito sordo, oculto por la música que está en el clímax, al igual que yo, se escucha sin fuerza. Destapo el garrafón de gasolina, el aroma me pega un subidón, mi cerebro funciona mejor.
Me lavo las manos, palpo mi mejilla derecha. Duele. Allí es donde me quemaron con el cigarrillo. ¿Adivinen quién tiene gasolina? Ojo por ojo.
Rocío un poco de combustible en los tres imbéciles. Ya no me parecen tan psicópatas.
Necesito un cerillo, el profe Cobos fuma así que seguramente habrá en el escritorio. Huelo a gasolina, me manché. El aroma es delicioso, despierta regiones de mi cerebro que no sabía que tenía. Estoy embelesado, eufórico. La sensación de superioridad me embriaga, recorriéndome las venas. Soy como un dios, en mi poder está el destino de esos imbéciles cabezas de mierda. Ellos me jodieron.
Ahora deben pagar.
Decido rociar un poco más de gasolina. Estoy tan eufórico que casi no me doy cuenta de los tanques de gas que están ocultos tras una puerta de aluminio. Sé que el profe repinta los cilindros viejos y los vende como nuevos. No soy idiota, escuché algunos rumores. Cobos también tiene otros químicos inflamables: thinner, acetonas, diésel y gasóleo. También hay aceite usado. Solo Dios sabe por qué, a lo mejor con eso limpia los tornillos. No lo sé y tampoco tengo tiempo -ni ganas- de revisar aquello. Lo único que me quita la atención durante un segundo, son los extintores, uno rojo y otro color cromo.
Ojo por ojo. Solo los quemaré un poquito. Así como ellos lo hicieron conmigo. Eso les enseñará. ¡Yo les enseñaré!
Enciendo el cerillo y lo tiro a los lobos.
—Mira, Pato, a ti que te encanta el fuego. Ten un poco.
Digo con una sonrisa macabra que no se escucha, la música silencia mi rota voz.
Las llamas nacen y se extienden con una rapidez que mis ojos no alcanzan a percibir. Los lobos se retuercen, arden. Sus ropas desaparecen y la piel les escoce. ¡Pobres idiotas!
Gritan, lloran, vociferan, braman. Efrén parece recobrar la conciencia solo para descubrir que se está quemando. Chillan de dolor ¡Eso! ¡Putos lobos, aúllen para mí!
Se supone que solo los quemaría un poco, pero hay demasiadas cosas satisfactorias a las cuales poner atención. La danza de las llamas. La piel cociéndose lentamente. Los gritos desgarradores, música para mis oídos. El aroma a combustible. Huelo algo parecido al pollo asado. Pero, sobre todo, me atrae demasiado el dolor que están sintiendo. Todos esos factores me provocan satisfacen como nunca antes sentido. Inesperadamente, algo entre mis piernas se comienza a despertar, se endurece.
Placer.
Contemplo la escena con lujuria, embelesado. No me doy cuenta de que el fuego casi llega a los depósitos de los combustibles. Tomo el bastón de metal y decido terminar esto de una buena vez. Los tipos dejaron de moverse, pero aún se queman vivos, parecen robots a los que se les ha acabado la batería. Han pasado unos segundos, pero mi mente funciona a velocidad luz. Perforo la pierna de alguien, no sé quién es y no interesa.
Los tres son el mismo problema. La maldita trinidad de bravucones.
Solo veo la sangre mezclada con el fuego. Mi entrepierna se endurece más conforme la varilla va saciando mi sed de violencia y venganza.
Me excito más y más con cada movimiento. Mi rostro se va llenando de gotitas de sudor y sangre de lobo. ¡Jódanse, mierdecillas!
Éxtasis. Euforia. Clímax
Termino con su agonía. Soy más bondadoso que ellos, pues yo sí les quité su sufrimiento. Solo se quemaron un minuto y medio. Los molí a palos mientras las llamas bailan cerca de mis tenis y suben por mis piernas. No importa, me concentro en hacer carne molida de lobo, necesito destrozarlos.
Esos hijos de puta ya no me volverán a molestar. Ni a nadie más. Pueden decir lo que quieran de mí, pero yo no lastimé a ningún inocente. Eran unos matones que se alimentaban de sangre y miedo. Los lobos yacen inmóviles. Arden. Muertos los perros se acaba la rabia ¿no?
El aroma a fuego, gasolina y sangre me vuelve loco. Fascinante. Mis piernas arden, pero eso queda en último plano. Acerco la varilla para mirar la sangre, toco mi miembro. Locura, éxtasis, placer.
Justo antes de que el fuego caliente lo suficiente a los garrafones llenos de gasolina y exploten, tengo la única eyaculación de mi vida...
-J. A. Valenzuela
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