Capítulo VI: Dentro de las tinieblas



I

    Cada paso estaba acompañado de dolor causado por el frío. Estaba mareado y respiraba con dificultad. Escuchaba murmullos, todo era confuso. Por suerte el puente era una línea recta de extremo a extremo. No había chance de perderse. Sabía -pues la señora Parrish les había dicho hace muchas noches, no recordaba cuántas exactamente- que muchas personas en condiciones parecidas se desorientaban y comenzaban a andar sin rumbo fijo. Por suerte -si es que existe-, no había posibilidad de que se desviara en una línea recta ¿verdad?

    Eduardo avanzaba con lentitud palpando la barrera de contención. No podía distinguir nada más allá de unos cuantos metros. Tenía miedo de volver a ver las sombras de nuevo, esas malditas siluetas. Sentía un hormigueo dentro de su cabeza que le iba saturando la mente, hasta que todo quedó completamente oscuro. Tanto así que no había diferencia si abría los ojos o los cerraba.

    Después de cierto tiempo (no supo si fueron unos segundos o minutos) recuperó la vista. 

    Estaba en una hamaca del patio trasero de alguna casa. El sol brillaba en lo alto mientras a lo lejos se veían unas nubes de tormenta. El sonido del aspersor regando el jardín lo desconcentró.

    —¡Mami, papi ya despertó! —gritó una niña de unos cinco años.

    Jugaba en el arenero junto a los girasoles. Fue a él dando pequeños saltitos y tarareando una canción de esas que salen en los comerciales. Se le subió en las piernas y se le acorrucó. ¿Todo había sido un mal sueño? Un sueño tremendamente vívido y perturbador, pero al fin un sueño.

    Marla, una versión mayor -quizá seis años- a la que recordaba se asomó por la puerta mosquitera. Le dirigió una sonrisa, luego le lanzó un beso por el aire.

    —Hola, dormilón. Si que te cansó cortar el césped.

    Salvo con una bandeja con una gran jarra de limonada rodeada de vasos. También vio un par de sándwiches cortados por la mitad.

    —Algo para que aguantes hasta la cena —dijo antes de darle un cálido beso. Sus labios eran perfectos, tal como los recordaba.

    Sonrió. Ella también y su hija igual.

    —¿Crees que va a llover?

    —Eso parece —contestó levantándose de la hamaca no sin antes darle un beso en la coronilla. Su hija tenía el cabello castaño oscuro, como Marla.

    —Mmm, y yo que quería atrapar unas luciérnagas en la noche.

    — Quizá la lluvia pase pronto.

    Eduardo no se cansaba de admirar la escena. Esta escena, esta vida, su nueva vida.

    ¿Qué pasó? ¿Cómo terminó aquello de Barritz? No recordaba nada. Desde esa época hasta ahora su mente no tenía ningún registro. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba su hija... Marla estaba bellísima, como siempre. Perfecta, radiante.

    —Te amo —le soltó sin pensar.

    —Yo también te amo —contestó con su sonrisa perfecta. Esa sonrisa que le daba pena mostrar cuando usaba brackets. Siempre dudaba de su apariencia. Si se diera cuenta que es insuperable, nació con el don de la hermosura.

    —Y yo los amo a los dos —terció la niña, una pequeña versión de Marla, gracias a Dios. Era feliz, dolorosamente feliz.

    Marla le sirvió un vaso de limonada. El cristal estaba macabramente frío, congelado. Le dolió tocarlo. Se quemó. Se miró los dedos, estaban negros y secos, como los de las momias.

    Dolor.

    Miró a Marla, solo que ya no era ella, no del todo. Sus facciones se volvieron tenebrosas, crueles. Lo mismo ocurrió con su niña. Sus rostros se fueron oscureciendo y el frío nació desde dentro de su cuerpo. Quiso hablar, pero no pudo. Tampoco consiguió gritar.

    Parpadeó. Que regrese la versión linda de Marla, no esa sombra endemoniada...

    Sus ojos entornaron una oscuridad conocida. Estaba en el puente rumbo a Barritz. Vio un guante en el suelo, alzó la vista. Su mano derecha desnuda, tocando la barandilla de metal, quemada por el frío.

    Todo fue un espejismo.


II


    Cerraron las puertas. Al fin llegaron a la segunda del vehículo. Se quedaron en silencio unos momentos. Lo primero que lucieron fue quitarse las gafas protectoras y descubrirse el rostro. 

    Ambos tenían la piel reseca y enrojecida. Se veían algunos años más viejos. Ted evitó hacer comentarios al respecto, en vez de eso se puso a revisar las condiciones de la camioneta. Todo parecía en orden. Buscó en la guantera, allí guardaba las copias de las llaves. Siempre le decían que era un lugar estúpido para guardar un reemplazo, pero agradecía no haberles hecho caso. Encontró las llaves al fondo, bajo algunos chocolates y barras energéticas. En la parte de atrás había agua. Después se ocuparía de ello. Trevor se zampó un chocolate tan deprisa que parecía que tenía días sin comer. Ted metió la llave en el contacto, rogó a Dios que encendiera, giró.

    El motor tosió, como quejándose, luego ronroneó como un gatito. Encendió la calefacción. Luego encendió la radio. Había algunas interrupciones y raros crujidos en la señal. Al menos funcionaba.

    —¿Hola? Aquí Ted. Base ¿Me escuchan?

    El silencio a veces roto con pequeñas disonancias fue toda la respuesta que tuvo.

    —Hola, Base. Soy Ted —un fuerte chirrido casi les rompió los tímpanos, el sonido se esparció dentro de la camioneta. Ted lo ignoró —¡Necesitamos ayuda! Hemos estado incomunicados por días. Estamos hablando desde la camioneta, somos dos atrapados, hay más en la cabaña.

    Trevor estaba casi relajado, preocupado por las fallas de comunicación, pero aliviado de estar dentro de la camioneta. Mientras funcionara la calefacción estaban a salvo. Terminó el chocolate y estaba por abrir la barra energética cuando se escuchó un grito horroroso que venía desde fuera. Ambos se miraron y luego trataron de ver afuera. Las tinieblas verdosas comenzaron a girar en círculo. Al principio fue poco perceptible, pero muy pronto aumentó la velocidad. Tanto que el viento de afuera se escuchaba más que los sonidos de dentro. Apenas estaban asimilando lo que se venía cuando escucharon esos gritos desgarradores que rompían el alma.

    Ted iba a intentar comunicarse otra vez cuando por la radio se escuchó:

    —¿Ted? ¿Cómo están? ¿En dónde están?

    —¡Hola! ¡Ayuda! Estamos atrapados, en peligro. ¡SOS!

    La radio dejó de funcionar de nuevo. Afuera las tinieblas giraban a velocidades impensables. La camioneta comenzó a balancearse. Dos siluetas oscuras se apostaron afuera en el sendero, flotaban muy quitas. Observándolos...


III

    Las tinieblas verdeoscuras giraban alrededor de él, sin embargo, Ed no sentía miedo. Era como si estuviera en el ojo de un huracán, el centro de un tornado. La destrucción estaba alrededor suyo. Caminaba por inercia. Comprendió que no había nada qué hacer ni lugar a dónde ir. Estaba en las últimas etapas de la hipotermia. Sabía los peligros del frío, son de esas cosas interesantes que crees que nunca la vas a sentir. Las alucinaciones eran causadas por el frío al igual que la sed. Se preocupaba por el calor venidero, esa etapa sería la última en llegar.

    Estaba desorientado, pero sabía que no había cambiado el rumbo. El puente seguía estando allí, pero de alguna manera viajaba entre tiempo, dimensiones o espacios. Solo Dios sabía qué era. No importaba, lo que le dolía -un poco más que los dedos quemados- era saber que ese maravilloso futuro que pudo ver durante unos segundos jamás llegaría. O al menos no para él. Él y Marla ya no serían padres, su hija no tendría esos ojos divinos ni el precioso cabello de ella.

    Vio un futuro en donde él no estaba. Al menos ella sí tendría uno, se merecía uno. ¿Qué estaría haciendo en estos momentos? ¿Sus ojitos seguirían cerrados? ¿Estaría dormida? ¿Habría mejorado? Dios quisiera que sí.

    "Espero que me perdones -rogó para sí-, ojalá te hubiera escuchado. No estuviera aquí. Estuviéramos abrazados." Tosió. Tuvo la necesidad de quitarse el cubrebocas térmico. Apenas lo hizo y tosió un cuajarón de sangre que contaminó la impecable nieve del suelo. ¿Era otra alucinación? La tocó. Se sintió real, frustrantemente real. Tenía miedo, claro que lo tenía. ¿Por qué no se moría de una vez? ¿Había necesidad de sufrir tanto? No fue una mala persona, entonces ¿por qué batallaba tanto?

    Escuchó los mismos chillidos de la otra vez. Aquí venía otra alucinación. Se sentó en el puente a esperar la visión. Al menos sería feliz una vez más....


IV

    —¿Estás viendo lo mismo que yo?

    Trevor miró a Ted. No contestó, pero asintió con el terror en los ojos. Las sombras oscuras flotaron hacia ellos. Aterradoras, perversas. Macabramente crueles. Portaban una sonrisa siniestra, irreal.

    Ted salió de su estado de sorpresa. Intentó hacer contacto por radio.

    —¡Ayuda! ¡Estamos atrapados! —la radio crepitó, chilló y luego enmudeció. Ted continuó—: Tres personas están en la cabaña. Una mujer tiene varios días enferma. ¡Ayúdenos! —las sombras chillaron— ¡Auxilio! Estamos en la camioneta. ¡Rápido! ¡Ya vienen!

    Gritó antes de mover el vehículo. Al principio batalló un poco. Dio la vuelta en U con dirección al puente, no le importó la poca visibilidad. Lo único que querían era escapar de esos espectros. Apenas encendió los faros antiniebla cuando el suelo se perdió. La camioneta encontró un desnivel y se precipitó al vacío. Muy pronto encontró el río. Ambos salieron disparados al tablero, ninguno tenía puesto el cinturón. El golpe los aturdió el tiempo suficiente para que entrara la gélida en la cabina. Sus cuerpos sintieron el dolor punzante del líquido envolviendo su piel. Miles de agujas clavándose.

    Los espectros los miraban, divertidos. Les entretenía el sufrimiento. Dejaron de observar y se metieron a la cabina. Antes de que el shock térmico les detuviera el corazón las sombras abrieron sus horrendas bocas mostrando decenas de pequeños dientes filosos. Trevor y Ted sintieron la agonía cuando sus rostros fueron despellejados, sus ojos absorbidos cual postre de gelatina y los labios arrancados a girones. Antes de morir fueron conscientes de que los espectros se lo comían vivos...


V

    Se estaba quedando dormido. En algún lado sonó un golpe fuerte seguido del agua corriendo libre y salvaje. No tuvo alucinaciones con Marla. Su historia estaba vetada para él. Ahora solo era consciente de su congelamiento. "Marla, mi amor, me tengo que ir. Perdón por dejarte sola, tenía que buscar ayuda" exhaló pensando que no tendría las fuerzas para volver a inhalar. Esperó su muerte.

    Pero no llegó.

    Una mujer venía caminando desde el lado de Barritz. Llevaba un vestido negro, iba descalza. Más que delgada se veía demacrada. Rasgos bonitos, pero antinaturales. Una oscura belleza. 

    —Levántate —ordenó con voz suave y sin emoción.

    Eduardo obedeció sin pensarlo. No logró articular palabra de lo que estaba pensando, pero al parecer la mujer leyó sus ideas porque le contestó en el mismo tono que antes.

    —Vamos a encontrar la ayuda. ¿Ves esos focos de allá?

    Ed no se había fijado en las luces antes mencionadas. Rumbo a Barritz había unas luces que se parecían a la de los estadios de futbol, altas y grandes. Se veían eclipsadas por las tinieblas verdes.

    —¿Quién eres?

    —Nadie. Alguien. No importa.

    —¿Sabes cómo está Marla?

    —No.

    "Estoy cansado. No puedo continuar. Ya no quiero" pensó con verdadero dolor.

    —Es tu decisión. Si no continúas me voy.

    —Espera —tosió otra vez, tos acompañada de sangre, otra vez—. no quiero quedarme solo. no quiero morir solo.

    —Avanza entonces.

    El dolor de cabeza lo mareaba, también tenía malestar general. Estaba demasiado débil.

    —Háblame de algo. Lo que sea.

    —Trevor y Ted están muertos. Encontraron la camioneta, pero se accidentaron, cayeron al río y se ahogaron. O eso creyeron...

    Por alguna razón a Ed no le sorprendió. No tuvo ningún sentimiento. No es que le faltara empatía, pero tenía otras preocupaciones. Sabía que se iba a morir, que se estaba muriendo, de hecho. Sus padres estaban descansando en paz desde hace tiempo y no tuvo ningún hermano. La única preocupación que tenía era Marla. Tenían toda una vida por delante, tantas cosas por hacer. Qué lamentable que aquellas historias nunca llegarían. Haz planes para que Dios se ría de ellos.

    —¿Estás cansado?

    Ed asintió, incapaz de hacer otra cosa.

    —Bueno, ya es hora —la mujer le tocó el hombro.

    Volvió a asentir. Sabía que la mujer tenía razón. Continuó caminando entre el paisaje blanco y nevado. ¿Cuándo se habían ido las tinieblas? No se dio cuenta. Había salido del puente y las primeras casas de Barritz se divisaban. Estaba tan cerca y tan lejos. Su cuerpo se daba por vencido. "Solo unos pasos más, por favor" togó a la mujer que caminaba a su lado. Ella sonrió. Una sonrisa pálida y triste.

    —Siempre vamos a querer más.

    —Por favor, no merezco esto. No quiero que duela.

    —No tiene nada que ver merecer algo con obtenerlo. La vida es injusta.

    —Hubiera querido tener más tiempo para amarla. Siento que no cumplí mis metas. Pienso que apenas viví.

    —Bueno, como te dije, siempre vas a querer más. Un abrazo más, un beso más... No siempre obtienes lo que quieres. No alargues tu final. No se trata de cumplir objetivos. Todos mueren.

    Ed, resignado, recibió la muerte sin dilación. Pensó que servía como quedarse dormido, pero aquello no sería tan sencillo. La mujer pálida que lo había acompañado lo obligó a desnudarse, fue como si le ordenara y él no pudiera negarse a la petición. Extrañamente se sintió cómodo mostrándose en pelotas. Si uno llegaba desnudo a este mundo ¿por qué no habría de marcharse de igual manera? 

    Una vez desnudo, la hermosa mujer se transformó en la misma silueta que sonó cuando se les perdió el tiempo. La sombra se le encimó y mostró la sonrisa llena de dientes que antes habían visto Trevor y Ted. Ed suspiró antes de recibir el primer mordisco. Su vida, al igual que la des compañeros de caminata, terminó con una horrenda agonía.


- J. A. Valenzuela

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