I
Cuando el reloj de Ted marcó la medianoche, habían llegado -al fin- al puente que separaba el camino del monte Revelación de Barritz. Habían caminado durante eternidades, o eso les parecía. Lo curioso es que la noche parecía no haber llegado. Era como si estuvieran en el mismo momento del día con el sol justo en el centro de la bóveda celeste. Aunque no volvieron a tener más lapsos de tiempo perdido, estaban más cansados que nunca, el agua se les había acabado -a Ted le parecía muy extraño que se hubiesen acabado el agua en tan poco tramo recorrido- y los pies les dolían enormidades. A Ed y Trevor les habían salido ampollas, a Ed se le reventaron unas cuantas. El pobre tipo traía los calcetines llenos de sangre casi congelada.
El puente estaba envuelto en una neblina que no permitía ver más allá de cinco metros. De este lado del monte Revelación, las auroras boreales verdes brillaban con todo su esplendor. Si no estuvieran en estas circunstancias, sería un paisaje maravilloso.
II
Llegamos al puente, después de tantas horas de caminata. Se les había acabado el agua, ninguno supo cómo sucedió. Según ellos, apenas consumido del vital líquido. Ed no alcanzaba a ver más allá de unos cuantos pasos. De todos modos, ya no quería caminar, se le reventó una maldita ampolla y el frío le calaba los pies. Estaba tan cansado que le dolían los huesos.
Escuchaba el correr del río, al menos no está congelado. Sin embargo, tenía más frío que nunca. Decía que le gustaba el frío y alguna que otra vez tuvo discusiones graciosas con Marla por ello, pero esto era demasiado. Le dolía hasta el respirar, como si sus pulmones se llenaran de fino hielo, sentía la garganta tan reseca que parecía que tenía un alambre de púas cada vez que pasaba saliva.
Se quedaron de pie, un metro antes de entrar al puente. ¿Cómo estaría Marla? ¿Se habrá mejorado? Ed necesitaba llegar a Barritz para conseguirle ayuda.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Ed. Trevor miraba para atrás como si quisiera ver el interior de la cabaña. La cual, por cierto, no se veía desde allí,
—No lo sé —el tono de voz de Ted le dio lástima, era como el de un niño regañado.
—Bueno, vamos.
Eduardo dio un paso, pero ni Ted ni Trevor se movieron.
—¿Qué pasa? —Ed preguntó con nerviosismo. En el fondo sabía que no querían cruzar. Por alguna razón tenían miedo y sabían que todo iba a empeorar.
De pronto, un grito desgarrador, un chillido que lastimaba los tímpanos se escuchó del otro lado del puente. La piel se les enchinó. Miedo... Trevor dio un paso atrás. Luego otro, Ted lo siguió.
—¿Qué hacen? —hablé con desesperación. Sé perfectamente lo que hacen, yo haría lo mismo de no ser por Marla.
—¿Es que no te das cuenta de que hay algo malo? —Preguntó Trevor.
Su rostro, al igual que el de Eduardo y el de Trevor, estaba oculto tras los lentes protectores y la máscara para el frío. "Me reconfortaría ver alguna emoción humana -pensó Ed-, ahora solo somos cuerpos con voz y sin nada que nos diferencie de un maniquí parlante."
—¡Desde que llegamos todo ha estado mal! —gritó Eduardo con desesperación. Ellos guardaron silencio, mirándolo fijamente, al parecer— Estoy frustrado... Marla está enferma, tengo que ayudarla. Entiendo que no quieran cruzar, yo tampoco quiero, pero debo hacerlo.
Se escuchó otro lamento que les erizó la piel. El aire comenzó a crepitar como al principio. Aire ionizado. Ed se comenzó a marear, y, a juzgar por el comportamiento de los otros dos, ellos también. Se les acababa el tiempo. Tenía que atravesar el puente antes de que llegara la tormenta verdosa.
—Escuchen, tengo que irme. Ustedes busquen refugio. O hagan uno, no sé —exhaló sin fuerzas—, si regresan, por favor díganle a Marla que la amo, que llegaré pronto, con ayuda.
—Apúrate —lo urgió Trevor—. Consigue ayuda.
Hubo otro momento de silencio.
—Escucha, si algo sale mal... Bueno, tengo material en mi cuarto. Hay un sobre con información de contacto. Si algo me ocurre ¿podrías mandarlo? Allí también hay dinero de emergencia, úsalo para el envío. Por favor.
—Claro. ¿Algo más? —Preguntó por si Ted le quería dar alguna información o consejo de último momento. No hubo ninguna de los dos. En cambio, le dio una bengala de las dos que tenía.
—Ya sabes en donde nos quedamos. Consigue la ayuda.
Le tendió la mano, estrechó la suya y la de Trevor también. Se le dificultaba respirar así que se dio prisa y se metió en la bruma verde que envolvía el puente. Eduardo entró en las tinieblas.
III
Una vez que Eduardo desapareció en la neblina verdosa, Trevor y Ted no perdieron tiempo en quedarse mirando el puente. Ted opinó que lo mejor era buscar la camioneta. No sabía por qué, pero estaba seguro de que si regresaban por el lado izquierdo del sendero encontrarían el vehículo. Allí tendrían refugio, y con suerte la batería seguiría funcionando para pedir ayuda.
Avanzaron en silencio conforme la tormenta arreciaba, la oscuridad los envolvió de nuevo. Los chillidos se escuchaban en un círculo que parecía cerrarse alrededor de ellos. Ted encendió la última bengala. La luz roja luchaba con las tinieblas verdosas que se oscurecían más y más conforme pasaban los segundos, como si fuera un denso humo macabro que los quisiera ahogar.
Ted auguraba su fin, si no los mataba esa extraña tiniebla lo haría el frío. Ninguno decía nada, pero cada paso costaba más que el anterior, se ralentizaban. La respiración se les hacía pesada, imposible. Era como si la nieve entrara con cada inhalación. Sentían como espuma dentro de su pecho. Levantó la vista. El chico que subía videos a internet le señalaba algo al frente. Algo que el propio Ted no percibía.
¿Tan malo era como guía de turistas? Tantos años creyéndose un experto en la naturaleza para nada. Era una farsa. Ya ni siquiera tenía fuerzas. ¿Cómo fue que un grupo de citadinos vino a demostrarle que ellos eran más valientes? Era como si la maldita tormenta le hubiera robado su esencia, su conocimiento. Solo quedaba dejarse llevar a la muerte. La asumiría con dignidad, sin orgullo. Como un guerrero listo para morir. Sin miedo.
Ahora Trevor lo estaba guiando ¿a dónde? Quien sabe. No importaba. Continuaron caminando un par de metros hasta que su mano chocó con una superficie metálica, lisa y congelada.
Habían llegado a la camioneta.
- J. A. Valenzuela
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