Un amanecer en mi pueblo

Son las 5:20 de la mañana, salgo de mi casa cerrando bien la puerta del patio. Un pequeño morral cuelga de mi hombro cargando mi lonche, burritos y café.

Avanzo por el camino de tierra, las siluetas de las casas apenas se distinguen, las luces están encendidas, los tubos de las estufas de leña humean. La gente está despierta, hay que trabajar.

Los perros ladran conforme voy avanzando, los gallos cantan avisando que está por amanecer. La luz del alumbrado público tiñe la tierra color rojizo y la hierba amarillenta, las gotas de rocío se vislumbran dependiendo del ángulo en que las mire. 

Otras siluetas caminan -al igual que yo- con sus mochilas en la espalda.

El pueblo poco a poco se ilumina, está clareando, pero los de aquí siempre le ganamos al sol. El ruido de los motores de los tractores se escucha en varios patios, las trocas también se alistan para el nuevo día.

Mis zapatos de trabajo han alcanzado el lugar donde amablemente nos espera el capataz. Nos subimos en la caja de la troca entre saludos y bromas del día anterior. Mis pies cuelgan en la parte de atrás.

Desde allí observo a todos. Sus ojos retratan la misma mirada de esfuerzo y lucha. Caras curtidas por el sol.

Al avanzar la troca el cielo está claro, pero el sol aun no sale. El frío matinal se va esfumando. Por el camino recogemos uno o dos que se les hizo tarde y casi se quedan ese día sin trabajar.

Salimos de mi pueblo y cruzamos el río rumbo al Chaparral. Nuestros pies casi tocan las cristalinas y frías aguas. El aire fresco entra a los pulmones, el maravilloso aroma de la vida.

Subimos la pendiente y el paisaje es inigualable: el valle rodeado de las tierras de cultivo y un poco más allá los grandes cerros juguetean con la neblina; la vaca está echada.

El sol empieza a asomarse para teñir las nubes de colores que no tienen descripción. El día comienza y ya casi llegamos a la huerta para desahijar manzana.

Es, gracias a Dios, otro hermoso amanecer en mi pueblo.


- J. A. Valenzuela



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