Ella lo vio, un momento efímero que duró eones. Él iba, ella venía por la misma acera así que se cruzaron de frente. Se veía tan hermosa con su gabardina café, pantalones azules y botas marrones. La blusa cuello de tortuga a rayas resaltando sus ruborizadas mejillas con ese aire cálido que siempre tuvo. Le sonrió con esa sonrisa que lo enamoró un año atrás, en el festival de patinaje. Los hoyuelos cerca de las comisuras de los labios la divinizaban más.
Él -como siempre y con su estilo desenfadado que la había conquistado-, la vio venir desde una cuadra antes. A cada paso se acercaban ignorando quizá que había gente alrededor que, al igual que ellos, tenían historias, prisa, pendientes y un lugar a donde ir.
A escasos centímetros de distancia sus cuerpos, alma y corazón se reconocieron, les nació una sonrisa...
...En ese segundo el tiempo fue más lento, como si se congelara con su íntima comunicación visual. Ella era más hermosa cuando sonreía, él, más interesante. Era una sonrisa conocida, pero poco marchita. Una sonrisa con tintes amargos.
Sí, se quisieron mucho, y sí, se extrañaban, pero ambos sabían que no debían forzar nada. La última vez no funcionó, fue cuando todo se rompió.
Cuando estuvieron lado a lado y conectados por esa mirada que tienen las personas cuando son cómplices de tiernos secretos, la sonrisa del principio se convirtió en una mueca sin forma, los malos recuerdos ganaron terreno. Recuerdos que los consumían como un fuego abrasador. La persona que tenían al lado merecía sufrir, era lindo pasar tiempo con ella, pero simplemente, como pareja, no funcionaban.
La sonrisa desapareció y la mirada se clavó en la acera.
Ella pasó de largo junto con el sonido de las botas pisando el pavimento.
Él también pasó de largo, maldiciendo el tiempo que había perdido con ella.
Los dos se alejaron sin saber que la mitad del corazón les faltaba, lo tenía la persona a la que acababan de sonreír.
- J. A. Valenzuela
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